Foto "Familia sin hogar, jornaleros en 1936" de la Biblioteca Franklin Delano Roosevelt, publicada en http://history1900s.about.com. |
Mi hermano Edu reconocerá que muchas de las cosas aquí expuestas ya las habíamos comentado en Barcelona este mes de Enero.
Queridos lectores,
El debate de ayer en Radio Libertad me ha sugerido la conveniencia de discutir un tema que alguna vez surge en las discusiones sobre la crisis energética: el hecho de que la escasez de energía no se va a manifestar de la manera simple que la gente esperaría. Muchas personas se piensan que si la energía es cada vez más escasa lo que debe pasar es que de repente haya grandes interrupciones de suministro de energía, ya sea en forma de petroleros que no llegan, falta de gas o de electricidad, colas en las gasolineras, etc. No es que ese tipo de cosas no puedan pasar o que no estén, de hecho, pasando ya (un rápido vistazo a la web Energy Shortage les mostrará hasta qué punto está escaseando la energía en el mundo en este momento). Incluso en algún momento podría pasar en la propia OCDE, como alertaba el informe de Lloyd's de hace un año y queya fue comentado en este blog (el informe consideraba posible que hubiera interrupciones de suministro de petróleo en el Reino Unido tan pronto como 2013). Sin embargo, no es de esperar que ese tipo de eventos traumáticos sean los que marquen la tónica del descenso energético durante los próximos años. La impresión que tengo cada vez más de lo que sucederá es que habrá cortes, sin duda, pero se atribuirán siempre a un empeoramiento de las condiciones económicas de la sociedad (falta de mantenimiento, falta de financiación, etc), empeoramiento el cual se pondrá siempre en un contexto aparte, como si fuera un hecho independiente y desligado de la crisis energética. Mientras tanto, las condiciones de vida de la mayoría serán cada vez peores, pero de una manera que será asumible y asumida. En suma, que el proceso de degradación económica y societaria subsiguiente al Peak Oil será, como dice John Michael Greer, un largo descenso.
El curso actual de los acontecimientos nos hace intuir que, si no se producen acontecimientos traumáticos que lleven a una reacción masiva y violenta (ya sea en forma de guerra o de revolución) habrá un progresivo descenso del nivel de vida de la población, y si es lo suficientemente paulatino la gente se irá acomodando a la nueva realidad, perdiendo rápidamente la memoria y/o la conciencia de que en otros tiempos las nuevas condiciones de vida hubieran sido inaceptables. No es nada insólito: en la década de los 30 del siglo pasado una nación avanzada y culta como Alemania fue capaz de abrazar, una parte con entusiasmo y otra parte sometida y acallada, una aberración como el nazismo. Si el nazismo hubiera intentado ascender de golpe en 1930 la sociedad alemana hubiera reaccionado en masa desterrándolos para siempre fuera de las instituciones; sin embargo, un curso paulatino de los acontecimientos modificó de tal manera las reglas y expectativas sociales que lo que en 1930 parecía una barbaridad se aceptó como lógico y natural, ya de grado ya a la fuerza, en 1933. Y si se mira con perspectiva histórica esos cuatro años no son nada, son un suspiro; son básicamente el mismo tiempo que llevamos en esta crisis económica que, como sabemos, no acabará nunca. Ya se sabe que para hervir una rana no se la debe meter en una olla con agua hirviendo pues saltaría fuera; lo mejor es meterla en agua fría y después ir calentándola progresivamente: así se dejará cocer sin darse cuenta. En esencia, ese proceso lento de desintegración de la concepción de la sociedad que tenemos ahora en los países occidentales (que incluye el Estado del Bienestar, pero también otros valores como la libertad de expresión y de oportunidades, el Estado de Derecho, etc) es lo que se podría denominar La Gran Exclusión. La exclusión de la mayoría de la ciudadanía de los beneficios sociales, de las libertades fundamentales, de la igualdad de oportunidades (al menos, delante de la ley). La expulsión de una parte mayoritaria de la población occidental en dirección hacia el mismo Tercer Mundo donde vive la mayoría del planeta, pero sin salir de casa - bueno, salvo cuando sean deshauciados. Una expulsión lo suficientemente lenta y bien publicitada como para que los desterrados en su propio país la interioricen como algo necesario, inevitable y hasta cierto punto merecido por su propia falta de competencia.
Síntomas de que un proceso así está en marcha los tenemos por doquier sin esforzarnos en buscar mucho. Como digo, son cosas que no son excepcionales sino cotidianas en el resto menos favorecido del mundo, pero al ufano ciudadano occidental aún hoy le cuesta unir los puntos y trazar la recta que lógicamente le conduce de su bienestar de hoy a su precariedad de dentro de unos años. Contribuye a esta incapacidad de comprender la situación la cultivada soberbia occidental según la cual la clave de nuestro gran progreso material proviene de nuestra mayor inteligencia y capacidad de trabajo, sin tener en cuenta el muy relevante papel que ha tenido la transferencia de recursos naturales pagados a precio de saldo desde otras naciones menos favorecidas. Esta disonancia cognitiva del ciudadano occidental se ve espoleada por los medios de comunicación de masas, que comunican siempre las noticias sobre la situación económica como un hecho independiente de la gestión de los recursos y de prácticamente cualquier otra base material y sólo condicionada a la capacidad de gestión de los líderes políticos, empresariales y financieros. Pero como quiera que muchas veces se entienden mejor los conceptos abstractos por virtud del ejemplo concreto y la ilustración práctica presentaré en lo que sigue una buena colección de los primeros y una previsible sucesión de los segundos.
No es un secreto que las deudas públicas de los países occidentales no son sostenibles y que, de hecho, en algún momento todos ellos tendrán que reestructurar sus deudas de algún modo o lanzarse a fondo a la monetización de las mismas. Independientemente del camino que sigan, lo que parece claro es que la receta fiscal que se seguirá aplicando en la Unión Europea (y que aplicarán los EE.UU. tan pronto como muy tarde cuando los republicanos recuperen el poder) es la del recorte de prestaciones por parte del Estado; por de pronto, las prestaciones sociales puesto que no son productivas o lo son muy poco, pero al final se recortará también de las inversiones en Fomento. En el caso de España, delante de un paro que supera el 21% de la población activa total y el 45% en el caso de la población activa menor de 25 años, por un lado se suprimió la ayuda excepcional de 400 euros al mes para parados de larga duración sin otra percepción, y ahora se propone sin rebozo crearsubempleos que se paguen a 400 euros al mes y con mínimas prestaciones sociales. La coincidencia en la cifras del estipendio muestra que hay cierto consenso en los círculos económicos en que esta cantidad es la mínima para la subsistencia de una persona. En ese cálculo implícito o explícito de buen seguro se tiene en cuenta el apoyo del círculo familiar cercano de aquellos que caen en esas asignaciones de menesteroso, con lo que no sólo se está consiguiendo que se acepte que 400 euros al mes es una cantidad razonable, "la máxima que se puede conseguir dadas las circunstancias", sino que además se movilicen recursos del entorno de los afectados, que así son drenados y van empujando a un sector mayor hacia ese nivel de mera subsistencia. Para que los lectores que no viven en España se hagan una idea de qué suponen 400 euros aquí, en la ciudad donde yo vivo 800 gramos de pan (en una hogaza que por razones históricas se suele denominar "pan de kilo") cuesta 2,40 euros. Otro ejemplo: suelo hacer dos compras semanales de alimentación y otros productos del hogar, una pequeña entre semana, en el súper, para suplir cosas que sobre la marcha vimos que se agotaron; y otra el sábado, comprando carne, embutidos, verdura y fruta en la plaza y resto de productos en el súper. La primera compra me suele costar 20 euros y la segunda suele estar en torno a los 60 euros (mi familia consta de dos adultos y dos niños de corta edad). Eso me da un gasto, para artículos más o menos de primera necesidad, de unos 300 o 350 euros al mes. Es evidente que cobrando 400 euros al mes poca familia se puede tener, y el dinero se tiene que economizar al máximo. Comida la justa, poca ropa y poca cosa más. Si no se comparte vivienda con otras personas es imposible vivir: el alquiler más barato en mi ciudad está en torno a los 400 euros, a lo que habría que sumar gastos de agua, electricidad, contribución urbana... Gastos todos ellos que tienden a subir: después de haber subido por dos veces un 10% este año, se habla repetidamente queel precio de la electricidad aún debería subir en breve plazo otro 40%; en cuanto al agua, ya discutimos aquí los problemas de financiación del servicio de tratamiento del agua y la inequívoca tendencia a su privatización; y en cuanto a la contribución urbana, con una proporción alarmante de ayuntamientos españoles al borde de la quiebra no es menos razonable pensar que los impuestos municipales en general subirán. El problema no es específicamente español: en el Reino Unido la cuarta parte de los hogares vive en situación de pobreza energética (han de gastar más del 10% de su renta en energía - porcentaje llamativamente similar al que marca el umbral de la recesión en el caso de los países). En Francia, ya el año pasado había 300.000 abonados al borde del corte del suministro de gas, como denunciaba Quim en su blog. Y estoy seguro que no costaría nada compilar historias semejantes en Italia, Holanda, Bélgica, Alemania, EE.UU.... Es de destacar que en todos los casos los altos precios y los salarios menguantes son la causa de la exclusión de la proletarizante clase media al acceso a la energía, pero aún cuando la causa inmediata sea la crisis económica la causa mediata es, en realidad, la crisis energética, y al excluir esos consumidores se cierra el ciclo.
En reconocer que la crisis energética es la causa mediata de la creciente exclusión social es siempre lo más difícil, lo que más le cuesta de aceptar a la gente, tan fuerte es el discurso de corte economicista. Y sin embargo tiene todo el sentido del mundo. La primera cuestión es entender cuándo podemos decir que la energía es cara. Al fin y al cabo, es cierto que los productos energéticos son objetivamente muy baratos: a 100$ el barril de petróleo, un litro de petróleo cuesta poco menos de 63 centavos, unos 48 céntimos de euro a día de hoy - y no olvidemos que contiene la energía que un hombre joven, sano y fuerte podría hacer, si trabajase sin parar, durante 4 días y medio. Un kilovatiohora de electricidad cuesta en España unos 15 céntimos de euro y equivale al trabajo de 10 horas de ese hombre que citábamos antes: 3,3 veces más caro que el petróleo, pero aún así baratísimo. Y los precios del gas se mueven por valores similares a los del petróleo. Sin embargo, dado que la energía es precursora del trabajo, trabajo con el que producimos bienes y servicios, para seguir produciéndolos en el volumen y cantidad que los producimos hoy en día, y para poder conseguir los beneficios de la economía de escala, con todo su gigantismo operativo en aras de la reducción del coste unitario, necesitamos que el coste de la energía sea muy barato. Ya comentamos aquí que el precio máximo que un país industrializado puede pagar por su energía está alrededor del 10% de su PIB, y no por capricho sino por el imperativo termodinámico de mantener una Tasa de Retorno Energético (TRE) mínima. Así que superado ese umbral se ha de producir un reajuste en el sistema productivo. En alguna ocasión he escuchado que no debemos preocuparnos por los problemas causados por la crisis energética ya que el libre mercado se encargará por si sólo se ajustarse y resolver estos problemas. Y en realidad estoy de acuerdo: eso es exactamente lo que está haciendo el libre mercado. Aquellas actividades productivas menos competitivas, que tienen menos margen para reducir sus costes o menos capacidad para trasladarlos al precio final, van siendo poco a poco eliminadas. Eso va sumiendo a una cantidad mayor de población en el desempleo, con lo que se va reduciendo la cantidad de consumidores, con lo que otros sectores productivos van entrando en crisis, y más a medida que la escasez energética se va haciendo más intensa. Crisis energética que por el momento es meramente local: el consumo de petróleo cae a un ritmo medio del 3% anual en la OCDE (aún cuando la producción total de petróleo ha conseguido aumentar un poco durante los dos últimos años) de nuevo gracias a la eficiencia del libre mercado, que está trasladando el consumo a los países más eficaces: China, India, Brasil, Rusia, la propia OPEP,... Es por eso que a pesar de que la producción de petróleo no decae aún nosotros ya estamos sufriendo el Oil Crash. Y por supuesto no todos los países de la OCDE siguen el mismo patrón; también hay exclusión entre naciones y así es obvio que Alemania tardará más tiempo en seguir nuestro camino de pauperización. El paulatino fin de la sociedad industrial supondrá la desaparición del empleo por cuenta ajena a escala masiva.
A cada nuevo nivel de consumo de energía, cada vez más bajo, corresponderá una mayor proporción de población excluida socialmente. Gente sin empleo fijo, que tendrá que buscarse la vida como pueda. Algunos conseguirán subtrabajos con los que mal que bien mantenerse, sin protestar, sin ponerse enfermos, sin soñar con salir nunca del agujero; trabajarán en pequeñas fábricas que producirán bienes exclusivos para unos pocos, o en oscuras minas. Otros trabajarán en lo que salga, recogerán hierbas o setas para venderlas en la plaza o en los restaurantes o sacarán verdaderos tesoros de los contenedores o de los edificios abandonados o las chatarrerías. Otros improvisarán oficios, como remiendo de ropa o calzado, o boteros económicos, afiladores, ropavejeros... lo que puedan. Vivirán de la liquidación de los restos de la clase media, de los bienes que tenemos hoy en una increíble abundancia sin darnos cuenta: libros, juguetes, CDs, televisores, radios, ordenadores,... En el estado estacionario, al finalizar el proceso histórico de la Gran Exclusión, la gran masa de excluidos, el nuevo lumpen proletariado, sobrevivirá de su ingenio y de los excedentes de los pocos que seguirán siendo muy ricos por comparación con su entorno: aquellos que aún tendrán luz eléctrica y cocina de gas en ricas mansiones con altos muros, aquellos que aún tendrán capacidad de consumir, fundamentalmente por ser muchos menos. Algo no muy diferente a cómo era España en el siglo XIX, aunque con bastante más población, con lo que el nivel medio será bastante más bajo que entonces.
Ya hemos comentado algunas veces que nuestra interpretación de la realidad depende de la narrativa que usemos para describirla. Con anterioridad describí en este blog dos posibles escenarios para el desarrollo de la crisis energética, económica y social en la que estamos inmersos, denominados como el peor y el mejor de los posibles. La Gran Exclusión es, posiblemente, otro escenario como los anteriores, pero al contrario de ellos no contiene una narrativa heroica, de grandes eventos y luchas; es un escenario caracterizado por un lento apagarse, como la mecha que flota sobre un lecho de agua. El peor y el mejor escenario posibles son a su modo estimulantes y excitantes por lo épico de su relato, en tanto que la Gran Exclusión es una historia triste y mortecina, que no apetece ser contada. Queda por saber si La Gran Exclusión no es ni el escenario peor ni el mejor sino el más probable.
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