Como todo lo grande, el fútbol se entiende mejor más allá de sí mismo. "Siendo tan tímido", le preguntó una amiga de infancia, "¿cómo podés salir a la cancha y hacer lo que hacés delante de cien mil tipos que te están mirando?". Messi sonrió (tímidamente, imagino) y pronunció la mejor respuesta que, dada su escasa locuacidad, pronunciará en toda su vida: "No sé. No soy yo".
Messi tiene cara de haberse educado en una campana de cristal. De haber sido protegido hasta el aislamiento. Masculla en argentino como si acabara de aterrizar en Barcelona, donde lleva media vida. No responde en catalán, aunque lo comprenda perfectamente, cuando los medios culés lo interrogan en la lengua de Carner. Como no participó profesionalmente del fútbol argentino tiende a sobreactuar su apego a sus orígenes, en una probable mezcla de lealtad, culpa y obediencia. Porque Messi parece obediente. Frágil. Callado. Casi autista. Sin embargo, o por eso mismo, en cuanto pisa un campo de fútbol no solamente cambia. Sino que se transforma en otro. En su perfecto opuesto. En su bajito e infinito Mr. Hyde.
En cuanto pisa un campo de fútbol, Messi se vuelve ingobernable: jamás se limita a guardar su posición, puebla todo el ataque, se filtra por el centro, se deja caer a las bandas, invade el área, baja a recibir. Hace, poéticamente hablando, lo que le sale de los cojones. Y sus cojones son inmensos como los de Dante. En cuanto huele el césped, el físico de Messi se endurece: no hay patada que lo intimide, ni derribo que lo disuada, ni central que le gane en carrera. En cuanto roza una pelota, Messi habla, parlotea, monologa. También ha aprendido a dialogar. Y eso era lo único que le faltaba (junto con el pase en largo) para ser el mejor entre los mejores. En cuanto escucha el pitido inicial, como si se tratase de una pócima, Messi troca su autismo por una atención superlativa, casi exagerada al juego. Se conecta con todos sus compañeros (a los que salva si se ahogan) y todos sus rivales (a los que elude de reojo). Y en especial, huelga decirlo, con Eso. Con lo Único. Con la Pelota.
"No soy yo", dijo Messi. O quizás al contrario: sólo entonces es él. Sólo entonces, ejerciendo su genio, averigua quién es. El resto del personaje hiberna entre partido y partido. En ese sentido Messi, aprovechando el hallazgo de Valdano, encarna el antídoto del miedo escénico. Su verdadera personalidad vive ahí, en el riesgo. Todo lo demás parece producirle una mezcla de pudor y aburrimiento.
Nada en Messi transmite esfuerzo. Por supuesto se entrena, entrega y lucha. Pero apenas lo notamos. Lo visible, lo que percibimos con la boca abierta y nuestra infancia en vilo, es que él llega antes, corre más, juega mejor. Que gambetea cuando, como y donde se le antoja. Que marca goles por congelación del prójimo. Messi es, por citar a un compañero de selección, la antítesis de Higuaín. O, por citar a un eterno contrincante, de Cristiano Ronaldo. Ambos merengues son, cada uno a su nivel, jugadores imprescindibles. Muchos vemos los partidos del Madrid sobre todo por ellos, por sus látigos y relámpagos. Pero ni ellos ni otros darán nunca la sensación de naturalidad, ligereza, despreocupación de Messi. El colosal Cristiano aprieta la mandíbula en cada jugada, tensa cada músculo para superar a sus marcadores, lleva al límite la voluntad humana. Al doctor Messi, o a su Mr. Hyde, se le escapa una superioridad divina casi sin querer.
Divina. Argentina. Mundial. Maradona. La pregunta insiste sola: ¿será Messi como Él? ¿Lo es ya? ¿Podría ser incluso mejor? Hasta el momento, el muchacho ha confirmado en Barcelona una inigualable capacidad para mejorar a un equipo buenísimo. Queda por ver si además, como demostró tantas veces su lamentable e inolvidable seleccionador, es capaz de hacer campeón a un equipo mediano. Mientras lo averiguamos, esperemos que Él, Maradona, su Otro Anterior, no estropee el milagro con sus propios infiernos.
Para finalizar esta delicatessem de conversacion entre Xabi e Iniesta: